Dos visiones maravillosas y una objeción
M. Ángeles Sorazu, Concepcionista Franciscana, gran mística y escritora, tuvo dos visiones maravillosas relacionadas con la vivencia y propagación de la Esclavitud Mariana por todo el mundo. Las encontramos descritas en sus Opúsculos Marianos.
“Una tarde, vi a la Santísima Virgen en el centro del coro, radiante de majestad y belleza y completamente ensimismada. Sentí vivísimo interés por saber cuál era el objeto que retenía a la Señora en tan profundo recogimiento, como abismada en el propio seno. Se transparentó el interior de María y lo vi en forma de templo vastísimo, que se perdía en una especie de infinidad. En el centro apareció el Niño Dios, primero echado, como si estuviera en la cuna; un momento después se sentó e incorporó y, fijando sus divinos ojos en todas direcciones, pronunció estas palabras: “Rendíos, reconoced que yo soy Dios” (Sal. 45, 11).
Imposible describir la belleza que reflejaba su semblante y
la suavidad y cariño que acompañó la invitación. El divino Niño, lo mismo que
el templo, o sea el interior de la Virgen, ardía como llama de fuego. En el
momento que el Niño Dios pronunció dichas palabras vi venir gentío inmenso de
todas las regiones del orbe: como cabezas apiñadas surgían de las extremidades
de la tierra y presurosos corrían todos hacia la Señora. Los que llegaron
primero los vi establecerse en el seno de la Stma. Virgen, junto al divino
Niño; y éste, con bondad encantadora, los acogía a todos y los instruía y
comunicaba con ellos; y a medida que los discípulos progresaban en el
conocimiento y amor divino, el divino Maestro, crecía o parecía que crecía en
edad, y en breve se mostraba en la plenitud de la edad, o sea de 33 años.
Comprendí el significado de la visión y lo comprendo mejor ahora después de que
tuve noticia del B. Montfort: es la confirmación de su profecía mariana. Cuando
vi las muchedumbres encaminarse al seno de la Virgen recordé las siguientes
palabras del salmo 85, que yo había repetido muchas veces en obsequio del dulce
Nombre de Jesús en períodos anteriores: Todos
los pueblos vendrán a postrarse en tu presencia, Señor, bendecirán tu nombre.
Grande eres tú y haces maravillas”.
“El sentimiento mariano que, como nota musical, resuena en el
fondo de mi ser con fuerza creciente, es también la confirmación de la doctrina
del B. Montfort. Más de una vez he pensado si mi Ángel custodio será el mismo
que guardó al Beato, y por esto abrigo los mismos sentimientos en orden a la
Virgen”.
“Durante la oración mental de
comunidad, sentí un germen divino, que bullía o se desarrollaba en el fondo de
mi alma. Me sentí abrasar en el amor de la Santísima Virgen y en el celo de su
gloria y un impulso soberano me empujaba a trabajar en este sentido. De
repente, mientras luchaba con dicho impulso, se abrió un horizonte a mi vista
intelectual. Vi inmensa pléyade de Santos en una especie de campo, cuyo término
no veía: por la parte que miraba donde yo estaba, el campo o terreno estaba
cercado por un muro, especie de vallado. El terreno estaba situado al lado
izquierdo de servidora; mejor dicho, estaba delante de mí, pero extendiéndose
inmensamente hacia la izquierda. Los Santos establecidos en él se agitaban,
unos más, otros menos; y varios, como las ramas de un frondoso árbol agitado
por el viento, se inclinaban profundamente y, al chocar con el muro o vallado,
volvían a enderezarse, repitiéndose esto cada momento. Unos cuantos parecía que
corrían hacia el muro, mejor dicho, estaban inquietos, descontentos, en el
espacio cercado y con impetuosidad, radiantes de luz como llama de fuego,
corrían hacia fuera, pero al chocar con el muro se volvían a su sitio. Del seno
de la asamblea salió un pobrecito como relámpago, y con impetuosa agilidad
escaló el muro y salió fuera del cercado, y puesto de pie en el horizonte
abierto hacia la derecha y extendidos ambos brazos, empezó a predicar y llamar
a las generaciones a participar sus sentimientos marianos, a compartir su vida
mariana. Mientras contemplaba el espectáculo fui requerida para romper o
destruir el muro que impedía a los santos salir de los límites de dicho campo y
asociarme a la predicación del pobrecillo. El llamamiento procedió del misterioso
predicador y del espíritu que trabajaba mi corazón y me abrasaba en el amor a
la Santísima Virgen, o sea, externo e interno simultáneamente. Entendí que en
el campo y asamblea de los santos estaba representada la Iglesia triunfante y
militante. La agitación de todos expresaba su devoción a la Señora; y los que
se distinguían por la inclinación y movimiento hacia fuera los santos que han
manifestado o exteriorizado su amor a la Santísima Virgen y se distinguieron
por su devoción a la Señora, San Ildefonso, Santa Beatriz, etc. El pobrecillo
que escaló el muro entendí que era el Beato Montfort, y éste me arrastraba para
secundar sus proyectos, y al efecto destruir el muro y hacer que la Santa
Iglesia se extienda por el horizonte abierto hacia la derecha. Sentí fuerte
impulso a escribir un artículo sobre la esclavitud mariana y decirle a V. R.
que lo pusiera en conocimiento de todos los religiosos y religiosas de España,
para que empiece por nosotros llamados a la perfección cristiana el reinado
universal de María. Pero España me pareció terreno limitado para el amor y celo
que abrasaba mi corazón. Quería, sentía necesidad de imponer la esclavitud
mariana al mundo entero…”
“En una ocasión, mi segundo Director me preguntó si no me
estorbaba la Virgen cuando comunicaba con nuestro Señor; y añadió que me hacía
esta pregunta, porque sabía de alguna que no podía pensar en nuestra Señora
sino sólo en Dios. Como si me hubiese herido en la fibra más delicada del
corazón, le contesté: No, padre, ni permita Dios tamaña desgracia. No solo no
me estorba mi divina Madre, sino que me une más estrechamente con Dios. Me
retiré de los pies del Director transida de pena. Me dirigí a las tres divinas
Personas, que se dejaron encontrar inmediatamente, y puesta en comunicación con
la Santísima Trinidad me querellé amorosamente. Con penoso anhelo repetí en su
divino acatamiento la historia de la Señora, sus virtudes, méritos de todo lo
que entendí podía obligar a nuestro Señor para interesarse en mi obsequio.
Imposible describir la actividad que desplegué para poner al servicio de la
gloria de mi Reina los divinos atributos. Mientras suplicaba a nuestro Señor
que no me llevase por el camino que el Padre espiritual me había significado,
ni permitir que éste abrigara sentimientos contrarios a los míos en el orden a
la Señora, porque no quería reconocer por padre a quien no ama a mi divina Madre.
Dios nuestro Señor me dijo que la causa de no poder atender a la Virgen la
religiosa de referencia era su limitada capacidad, pero que no creyera que la Señora no interviene
en sus relaciones con las almas, incluso en las que creen éstas que reciben de
Dios directamente, y que cumpliría con gusto mis anhelos de glorificación
mariana. Procedí así siempre, si bien reconozco que mi fidelidad a la práctica
de la vida mariana es un don de Dios, el que más estimo y agradezco a mi Dios
querido.” (Opúsculos Marianos)
A propósito de esta objeción, el Concilio Vaticano II nos dice en L G, 60: “La misión maternal de María para con los hombres no oscurece ni disminuye en modo alguno la mediación única de Cristo, antes bien sirve para demostrar su poder. Pues todo el influjo salvífico de la Santísima Virgen sobre los hombres no dimana de una necesidad ineludible, sino del divino beneplácito y de la superabundancia de los méritos de Cristo; se apoya en la mediación de éste, depende totalmente de ella y de la misma saca todo su poder. Y, lejos de impedir la unión inmediata de los creyentes con Cristo, la fomenta.